jueves, 3 de mayo de 2007

Escribiendo sobre mis perros


Ayer no paro de llover en todo el día. Los días de lluvia hasta cierto punto me gustan puede que porque los relacione con los antiguos agricultores siempre insaciables de agua y puede que también porque se que es un bien escaso en especial para algunos.
Hoy sin embargo hace un día en el que a ratos llueve, a ratos sale el sol, una temperatura mas baja de la que correspondería a esta época del año, y en definitiva un día desapacible.
Tenia en mente escribir sobre un tema bastante profundo, pero me digo que por ahora esta bien de martirizar a la parte frágil del cerebro. Cambio de idea y decido seguir escribiendo sobre mis perros. Claro que al hablar sobre ellos, pienso en la estupidez humana y en el rato de lucidez que he tenido para rectificar en la mía.
Me traen despojos de una carnicería, se los cuezo para matar cualquier posible bacteria, e independientemente de su pienso, por las mañanas les doy una ración. Ahora dicen que eso no se debe hacer porque se les puede atravesar algún hueso en el aparato digestivo. Nunca he escuchado que un lobo tenga esos problemas y desde luego los míos tampoco. Es admirable la fuerza que tienen en sus mandíbulas; Trituran un peroné de vaca como nosotros lo haríamos con una galleta.
Ayer salgo a darles su golosina, como digo caía un buen golpe de agua, y por mas que los llamo, no me aparecen. Supongo que después de hacer un muro, de subirlo con una tela metálica y de sembrar de alambre de espino todos los huecos por los que yo suponía podían escaparse, me han vuelto a tomar el pelo y se han largado. Desde luego así fue. Sobre las dos de la tarde me aparecen; con ellos viene el perro vagabundo (por cierto que mi hijo lo ha bautizado Fideo, perfectamente se le pueden contar las costillas). Cabreo supino por mi parte y castigo inmediato: Los encierro sin que vean la luz hasta esta mañana. Al despertarme, me remuerde la conciencia y lo primero que hago es abrirles. Tomo mi café, salgo muy diligente a darles su ración de carne y otra vez han desaparecido. La cabeza me echa lumbre. Solo pienso en la venganza. Incluso bajo la lluvia sigo poniendo alambre de espino, pensando en que no pudieran entrar. Inútil. Hoy tardan menos pero aparecen. Rápidamente cojo al Chumbo, jefe de la manada, y lo amarro a una fuerte cadena. Amarrando al cabecilla, los otros no se irán. Entro muy contento diciéndome ya los he vencido.
Si, hasta aquí llega la estupidez humana. Me pongo a la altura de los pobres animales y encima me jacto de que los he vencido. Como ya he dicho reacciono a tiempo y lo primero que pienso es que nuestro lenguaje es diferente y que el tonto de remate soy yo que no he sabido explicarles que no deben escaparse y aun el caso de que se lo hubiera transmitido seguro que no comprenderían que les prohibiera ver el mundo que les esta enseñando el Fideo, acostumbrado el a desenvolverse en completa libertad. Seguiré intentando ponerme a su altura y disuadirles de que se escapen. Ellos también ignoran que lo que para ellos esta bien para los humanos y en especial para muchos desaprensivos, esta mal.
Aunque parezca increíble, por el alambre de espino de la foto, salen y entran. Lo mas inverosímil es que para entrar tienen que saltar mas de dos metros de altura.

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